LA MÁQUINA DE
PALABRAS
Juan
Antonio Anta
La mañana en que su invento por
fin funcionó, Esteban bajaba las escaleras de dos en dos y luego continuó
andando por la calle a la pata coja durante un buen rato. La gente le miraba
extrañada ya que no era normal ver una persona tan mayor haciendo semejantes
tonterías. Y es que Esteban estaba más contento que nunca aquel día. él era un
inventor, un profesional ya viejo del oficio, que se pasaba la vida encerrado
en su laboratorio inventando cosas. Tenía una barba muy larga, de la que siempre
tiraba cuando quería que se le ocurriese algo, y unos ojos muy grandes, que
casi daban miedo, y con los que observaba como un águila los problemas de la
gente para tratar de solucionarlos. El nunca había inventado nada realmente
importante, siempre pequeñas cosas inútiles y que raras veces funcionaban,
caramelos sin azúcar que no sabían a nada, helados que no manchaban al
derretirse pero de colores aburridos, una peladora de patatas que quitaba la cáscara
y media patata con ella, una bicicleta con motor que gastaba demasiada
gasolina. Sin embargo ahora Esteban podía considerarse el inventor de un extraño
aparato con el que podía construir palabras, todas las que se quisieran. El
funcionamiento era sencillo: la máquina se alimentaba de un gran depósito de
letras, con todas las del abecedario, mayúsculas y minúsculas, de diferentes colores
y tamaños. Luego se accionaba un gran manivela y por el otro extremo del
aparato salían las palabras como churros. Al principio había tenido muchas
dificultades. Lo primero fue que las palabras que construía era imposible
pronunciarlas. Por ejemplo KlauRLqnf
o uRqHnaAa. Con gran maña consiguió
solucionar el problema y que las palabras de su máquina se pudiesen pronunciar
pero aún así no significaban nada: karaCacalla,
saTiperollo, cincIMeNatii. Realmente eso era una gran complicación y tuvo que
pensar mucho tiempo hasta que encontró la forma de introducir en el mecanismo cómo
decirle a la máquina que le fabricase palabras que él pudiese entender. Y al
final aquella mañana, después de haberse pasado días enteros modificando los
engranajes y llenando montones de papeles con números, comprobó que su
complicado aparato escupía por fin palabras hechas y derechas. Todavía le dolía
la garganta del grito que dio cuando de la máquina, con gran trabajo, surgió su
primera palabra con significado:
``rA...dIo...te..le...gRa..Fis...tA''.
A pesar de los fallos que todavía tenía el
mecanismo, que le bailaba mayúsculas y minúsculas, él se quedó mirando un buen
rato aquella palabra tan bonita que le había construido su máquina.
Mientra
caminaba con prisas por la calle, y dando algún que otro salto de vez en
cuando, pensaba en la cara de sorpresa que iba poner su amigo y compañero de
profesión Roberto, a cuya casa se dirigía. Cuando llegó, también subió las
escaleras de dos en dos, a pesar de sus años, y se plantó en un santiamén ante
la puerta de su amigo. Como se había imaginado, Roberto San Juan, mundialmente
famoso por su muy útil invento de la fregona, se quedó boquiabierto cuando
Esteban le enseñó los planos de su máquina.
- ¿Y
cómo consigues que las palabras se entiendan? – preguntó Roberto mirando
maravillado los planos.
-
Muy sencillo - le indicaba Esteban moviendo su dedo por los papeles - El significante se fabrica aquí, a base de
fonemas que vienen por esta tubería y una vez listo, se mezcla con el significado en este otro depósito. Luego
la palabra sale por esta conducción al exterior.
- ¡Increíble!
- decía el inventor de la fregona mientras Esteban continuaba explicándole
cosas.
Después
de todo el día con su amigo, y de haber celebrado su éxito por todo lo alto,
Esteban volvió a su casa ya muy tarde y con la intención de incluir un montón
de mejoras en su máquina. Apenas durmió aquella noche por la excitación.
Aquel
día fue sin duda uno de los más felices de la vida de Esteban y a partir de
entonces ya nada sería igual para él. Mientras estaba en la cama pensaba en
todo lo que aún tenía que hacer. Las semanas siguientes se ocuparía de mejorar
su máquina y darle los últimos retoques. Primero tenía que solucionar que no
mezclase mayúsculas y minúsculas y después incorporarle un dispositivo para eliminar
las faltas de ortografía. Eso sería fácil. Luego se encargaría de acelerar el
proceso de producción de palabras y hacer desaparecer los ruidos tan
desagradables que los engranajes hacían cuando se estaba
construyendo una palabra. Por último, se le
ocurrieron muchas cosas, como por ejemplo añadir un botón que permitiese
filtrar la palabras por temas. Pensó en tres posiciones, ``Ciencia y Tecnología'',
``Sociedad e Historia'', y ``Cultura y deportes'', aunque más tarde se las apañaría
para introducir más temas. Todavía se le ocurrieron muchas más cosas por
hacer, o mejor las soñó, porque el cansancio de
aquel día tan intenso le iba venciendo, y al final se quedó profundamente
dormido con una sonrisa de felicidad en la cara.
A
las dos semanas de que la máquina de palabras fabricase su primera palabra con
significado, un anuncio apareció en el periódico:
Máquina
de palabras. Construye todas
la
palabras posibles. Funcionamiento sencillo. Bajo consumo. Contactar
con
Esteban Ayala, Inventor
Esteban
había pensado en añadir la palabra Garantizada
sin embargo a pesar de que la máquina ya funcionaba sin apenas fallos, y hasta
tenía el filtro por temas, todavía no se fiaba del todo de ella, y por si las
moscas, prefirió dejar las cosas como estaban.
No
tuvo que esperar mucho tiempo Esteban para que le apareciesen clientes. La
primera que le encargó una copia de su máquina fue una secretaria perezosa cuyo
trabajo era redactar las cartas de su jefe. La mujer pidió una demostración y
Esteban colocó el aparato en la posición ``Sociedad e Historia'' y comenzó a
accionar la manivela.
-
... recepción, auditoría, constitución, bombardear, nacionalista, gubernamental,
suplicatorio, purrusalda...
- ¿purrusalda?
- protestó la secretaria un tanto contrariada.
-
Bueno... - le contestó Esteban tratando de disculparse – tenga en cuenta que la
máquina se encuentra en fase experimental y ...
-
vale, vale - interrumpió ella llena de impaciencia - me la llevo.
Después
de la secretaria le llamó un político ambicioso que tenía un montón de
discursos por escribir, y un escritor desconocido y sin ideas que quería
publicar una novela. Todos ellos le pagaron muy bien, y a medida que iba
recibiendo clientes, él adaptaba su máquina a las necesidades de cada uno, y de
esta manera su prodigioso aparato funcionaba cada vez mejor y él poco a poco
fue ganando renombre en el mundo de la Ciencia. La mayoría de sus clientes le
decían que estaban muy contentos de tener una máquina que les proporcionaba
tantas palabras sin tener que pensar y así ahorrarse el esfuerzo de estar dando
vueltas a la cabeza durante horas o mirar continuamente un pesado diccionario.
Sólo tenían que girar unas cuantas veces la manivela y ya tenían un montón de
palabras con las que escribir informes, crónicas, memorias, resúmenes,
redacciones, reportajes, artículos, ponencias, dictámenes, atestados, tesis
doctorales, programas de mano y tantos otros escritos siempre aburridos de leer
y aún más de escribir. Su aparato constructor de palabras iba así a convertirse
en un gran progreso para la civilización y él estaba destinado a ser el
inventor más famoso de todos los tiempos.
Ya
después de haber vendido su máquina a cientos de clientes, y de haberla
comprobado tantas veces que hasta él se aburría de ver palabras y más palabras,
Esteban volvió a publicar otro anuncio en el periódico:
Máquina
de palabras. Construye todas
la
palabras posibles. Funcionamiento sencillo. Bajo consumo. Contactar
con
Esteban Ayala, Inventor. GARANTIZADA
Habían ya pasado varios meses desde
que Esteban publicó su anuncio en el periódico cuando una noche, un singular
cliente vino a visitarle a su laboratorio. Estaba preparándose la cena con su
freidora autolimpiable cuando unos fuertes golpes sonaron en la puerta. Esteban
fue extrañado a abrir y se pegó un pequeño susto al ver la gran estatura y los
curiosos vestidos que llevaba el personaje, como procedentes de un lejano país,
oriental o algo así.
- ¿Eres
tú el inventor de la máquina de palabras? - le dijo sin ni siquiera
presentarse.
-
Si, yo soy, pero a estas horas no suelo atender al público... - contestó
Esteban Ayala tartamudeando un poco.
-
Quiero los planos de tu máquina. Mi señor te pagará bien.
Mi
amigo inventor se quedó unos segundos paralizado ante la exigencia del
visitante y sorprendido por sus malos modales. Al final consiguió reaccionar e
hizo una seña para que entrase. Mientras el extraño cliente permanecía de pie
en medio del laboratorio mirando a su alrededor, Esteban se puso a rebuscar
entre sus papelotes.
-
Creo que tengo una copia por aquí... - dijo sin mucho convencimiento.
Después
de un rato de trajín, pareció encontrar una copia de los planos de su máquina.
-
Estos son. - concluyó.
Al
oír esto el extraño visitante se acercó y casi le arrebató
los papeles de las manos. A Esteban se le puso entonces una cara de
furia muy considerable que rápidamente desapareció cuando vio que su cliente le
ponía sobre las manos un cheque de banco a su nombre. Hecho esto el visitante
se marchó como había venido: sin saludar.
El
cheque que el desconocido le había dejado, tenía muchos, muchos ceros. Tantos
que el inventor tuvo que contarlos varias veces para saber cuánto dinero le había
entregado realmente su peculiar visitante. Al día siguiente fue a contarle lo
que le había sucedido a su amigo Roberto. éste se encontraba trabajando en su último
invento, la persiana, y la cuerda de la que ésta colgaba se le soltó de las
manoscuando Esteban le enseñó el cheque.
- ¡Arrea!
- dijo Roberto mientras recogía los restos de madera a los que había quedado
reducido su prototipo de persiana - y yo que pensaba que con las cosas que tú
inventabas nunca ibas a ganar dinero.
-
Pues ya ves - le contestó Esteban lleno de orgullo - y lo curioso es que sólo
se llevó los planos, ni siquiera me pidió que le construyese una copia de la máquina.
-
Umm... ¡qué raro!. ¿y no te dijo para qué la quería?
-
No, no dijo nada - contestó Esteban - sólo sé que tenía acento extranjero, venía
envuelto en una gran capa roja y calzaba unas enormes botas brillantes.
Aquella
noche Esteban invitó a su amigo a una gran cena, y cuando volvió a su casa
tampoco pudo dormir por la excitación, lo mismo que la noche en que su máquina
de palabras funcionó por primera vez.
Sin
embargo, no fue aquella la última visita que tuvo Esteban del extraño
personaje. Habían pasado un par de semanas cuando de nuevo volvió a escuchar
unos golpes fuertes en su puerta. Sin saber cómo, Esteban intuyó que se trataba
del mismo hombre, y cuando abrió la puerta ya no se asustó tanto al ver por
segunda vez la siniestra figura del extranjero.
-
Tu máquina no funciona bien, inventor - le dijo de nuevo sin dar las buenas
noches.
``En
su país no deben existir los saludos'' pensó Esteban enfurecido.
-
Eso es imposible. Mi máquina está garantizada. -contestó - seguramente no habéis
seguido bien las instrucciones o...
-
Fabrica palabras que no debe fabricar. - le interrumpió él - Debes modificarla.
Mi señor te pagará bien.
``¡Vaya!'',
volvió a pensar el inventor. ``¡Qué extraño!''. Con sus grandes ojos abiertos
como platos contempló asombrado como su cliente le enseñaba toda una lista de
palabras que la máquina, según él, no debía fabricar. Así pudo leer palabras
como ``sonrisa'', ``igual'', ``contra'', ``verde'', ``compañero'',
``estrella'', o ``sueño''. Cuando todavía no había reaccionado del todo, el
visitante le mostró otra lista, tan larga como la primera, en la que aparecían
otras palabras que según él la máquina debía producir en mayor cantidad. En esta
segunda lista Esteban encontró palabras como ``fuerte'', ``grande'', ``así'',
``con'', ``negro'', ``trabajo'' y ``tierra''. El inventor se quedó un rato
silencioso, sin comprender nada, hasta que al final le dijo a su cliente que
haría lo que pudiera. Este entonces decidió marcharse con la amenaza de volver
en unos días.
Esteban
reflexionó poco sobre la razón de aquella rara petición y su afán científico le
empujó aquella misma noche a tratar de modificar su máquina de tal manera que
no construyese cierto tipo de palabras y si otras en mayor cantidad. Después de
toda la noche en vela, y de tirarse de la barba tanto que llegó a hacerle daño,
el sesudo inventor descubrió los engranajes y poleas que debía sustituir para que
su máquina diese el resultado deseado. Hizo muchas pruebas, y todavía un día
antes de la vuelta del visitante de la gran capa roja y las botas brillantes la
máquina escupió un ``¡Hola!'' que pensó no
gustaría nada a aquel maleducado personaje que no
sabía dar las buenas noches. Rápidamente arregló ese pequeño fallo y
considerando por fin listo el modelo, esperó la llegada del enviado de lejanas tierras.
Y efectivamente, tal como prometió, volvió a aparecer en su laboratorio para
llevarse los nuevos planos de su máquina. Tras un rápido vistazo a los papeles,
el personaje dobló rápidamente aquellas gordas cartulinas, y salió con prisas,
no sin antes darle al inventor otro cheque con muchos ceros, que como la
primera vez, él recogió agradecido, poco acostumbrado como estaba a clientes
tan generosos.
Pasó
mucho tiempo, y aquel personaje de los extraños vestidos y los malos modales no
volvió a visitarle. Esteban ya había dejado de trabajar en la mejora de su máquina
de palabras y tenía en su cuenta corriente tanto dinero que no sabía como
gastarlo, porque siempre había estado muy justo de fondos y estaba habituado a
ahorrar. Pero a pesar de que el invento que le había hecho rico y famoso se
encontraba completamente comprobado y vuelto a recomprobar, Esteban no pudo
pensar en crear una nueva invención ya que para ello necesitaba tener la cabeza
vacía de problemas y había uno que le daba todavía vueltas desde que vio al extraño
visitante extranjero por última vez. Un día su amigo Roberto, que ya había
patentado su nuevo invento de la persiana, no menos útil que la fregona como
todo el mundo sabe, vino a visitarle a su laboratorio. Esteban se encontraba
recostado sobre su mesa de trabajo, jugueteando con su bolígrafo de tinta aromática,
antigua invención suya y que según él ayudaba a los niños a hacer sus deberes.
-
... ``verde'', ``nube'', ``deses...pe...ración''... - decía él mientras escribía
sobre la mesa.
-
Hace mucho que no inventas nada, Esteban - le dijo Roberto - Estás un poco
raro, ¿no crees?
-
... ``fiesta'', ``niño'', ``ali...men..tación'' – seguía diciendo Esteban sin
hacer caso a su amigo.
-
Pero, ¿me quieres escuchar? - protestó él - deja ya de obsesionarte por lo que
aquel cliente te pidió. Ya hace mucho tiempo que no viene y el caso es que te
ha pagado, y muy bien, por cierto.
-
No lo puedo evitar - contestó Esteban tirando el bolígrafo sobre la mesa - pero
no logro averiguar porqué él no quería estas palabras. Por más que las escribo
no encuentro nada que tengan en común y así nunca podré saber para qué están
usando mi máquina.
Roberto
San Juan, que era un hombre práctico (no por nada había inventado la fregona y
la persiana, dos dispositivos domésticos de gran utilidad, como todo el mundo
sabe) no podía entender que su amigo estuviese escribiendo palabras sin
inventar nada y decidió que eso no podía seguir así.
-
Lo que no puedo entender - dijo reproduciendo casi exactamente sus pensamientos
- es que estés escribiendo palabras sin inventar nada, y esto no puede seguir
así. ¿Por qué no vas al país del que vino el tipo ese y le preguntas qué demonios
está haciendo con tu máquina?
Esteban se quedó mudo y luego le
brillaron los ojos. Pero enseguida volvió a su misma cara de antes, lleno de
dudas.
-
Pero si yo no sé de qué país viene, ni cómo se llama, ¿cómo voy buscarle si no
tengo ninguna pista?
-
Tienes el cheque - remachó con seguridad Roberto - Creo que aún no has cobrado
el segundo pago que te dio. En todos los cheques hay un número de referencia
que indica de dónde procede el dinero. Vete al banco y quizás averigües algo.
El
inventor de la máquina de palabras volvió a quedarse sin habla. Se notaba que
no había visto muchos cheques en su vida. Corrió al cajón donde guardaba el
segundo de los cheques que el visitante extranjero le había entregado y,
efectivamente, al final de la larga fila de ceros había un número misterioso qué
era la única pista que le podía conducir a encontrar a su antiguo cliente.
- ¿Me
acompañas? - dijo Esteban mientras iba a buscar su abrigo.
Roberto
asintió y ambos fueron al banco. Esteban se aproximó a la ventanilla y mostró
el cheque al empleado, y éste, lo mismo que la primera vez, se puso blanco y
empezó a tartamudear.
-
Me temo que no tengo suficiente efectivo para pagarle ahora, si puede esperarse
unos días...
- Sólo
queremos que nos diga el titular de la cuenta – le interrumpió Roberto.
El
empleado lanzó un suspiro de alivio y comenzó a consultar su ordenador. Al cabo
de dos minutos se quedó parado, aproximó su cara a la pantalla y después se giró
lentamente hacia donde Esteban y Roberto esperaban.
-
Este cheque no tiene fondos - les dijo finalmente.
- ¡Vaya!
- exclamó Roberto - Me parece que ahora tienes una segunda razón para ir a
buscar a tu avispado cliente. El primer cheque que te dio estaba en regla pero
el segundo te lo ha dado sin dinero. ¡Menudo listo!
Esteban
bajó la cabeza avergonzado. A él era fácil engañarle. No sabía de bancos, ni de cheques. ¿Por qué
iba a imaginarse qué le iba adar un simple papel sin valor? En su cara apareció
entonces una mirada de furia. Más que el dinero lo que le molestaba era que le
tomasen el pelo.
-
Por favor - le dijo al empleado - ¿no nos puede decir el nombre o el país de la
persona que me dio el cheque?
- Sí,
claro - contestó él. Volvió a girarse hacia el ordenador y pulsó una tecla - el
número de referencia es de una cuenta a nombre de...oh, sin nombre. Miremos el
domicilio...sólo pone Isla de... - el empleado del banco acercó su cara a la
pantalla hasta casi tocarla con la nariz -Isla de Autu... Aututaki - consiguió
decir finalmente.
Esteban
y Roberto se miraron mutuamente y luego al empleado con los ojos interrogantes.
Sin embargo, éste se encogió de hombros dando a entender que él no sabía mucho
de geografía. Ellos le dieron las gracias y se despidieron y mientras andaban a
toda velocidad por la calle Roberto decía:
-
Pues muy bien, tendrás que ir a esa isla que mucho me temo estará muy lejos.
Seguramente darás una sorpresa a tu amigo ya que cuando te entregó el segundo
cheque nunca se imaginaría que hicieses un viaje tan largo para reclamarle el
dinero.
-
Le daré una sorpresa y otra cosa - contestó Esteban cerrando el puño con rabia.
Durante
los dos días siguientes Esteban estuvo preparando su viaje a la Isla de
Aututaki que según descubrió Roberto en sus mapas se encontraba al otro lado
del mundo. Era un viaje tremendamente largo. Lo primero que debía hacer era
tomar un avión con destino a San Francisco y de allí otro que le llevase a
Honolulu. Desde esta ciudad tenía que embarcarse en un transbordador con destino
a Papeete y una vez allí buscar un barco que le llevase a la Isla de Aututaki
ya que ninguna agencia de viajes pudo asegurarle si existía una línea regular
desde Papeete. Al final Esteban preparó su equipaje y Roberto fue a despedirle al
aeropuerto.
- ¡Qué
tengas mucha suerte! - le dijo, y ambos se dieron un abrazo.
Después
de cinco días de viaje, y de haber esperado casi dos días en Papeete hasta que
pudo encontrar un pequeño barco de vapor que cubría el servicio entre varias
islas de aquel lugar perdido en medio del Océano, el inventor arribó finalmente
a una pequeña isla, tan pequeña que desde una orilla podía verse la otra sin
dificultad, llena de casas bajas y calles llenas de arena.
Lo
primero que le llamó la atención al inventor fue el no ver a nadie. Las calles
se encontraban desiertas y sólo se oía el sonido del viento y del mar. Pero lo
que más le sorprendió y al principio asustó un poco fue encontrarse todo lleno
de palabras, y además aquellas palabras inconfundibles que fabricaba su máquina.
En lo alto de un pequeño cerro que se encontraba en el centro de la isla, el
inventor pudo distinguir la figura de un castillo o palacio y a su alrededor
una cantidad enorme de palabras. Vio la palabra ``reestructuración'' y junto a
ella ``multigremialismo''. Un poco más abajo, y ligeramente apoyadas la una
sobre la otra podían leerse ``convergencia'', ``macroeconomía'' y ``competitividad''.
Y como éstas había muchas más, estaban cubriéndolo todo, forraban el suelo como
si fuesen hojas en otoño, se acumulaban en los rincones, algunas se encontraban
rotas y deshechas de tanto ser manoseadas, algunas plazas parecían una
gigantesca sopa de letras cubiertas a rebosar de palabras.
Después
de pasear un rato por ese paisaje tan triste, notó que alguien le tiraba de su
chaqueta. Se dio la vuelta enseguida y descubrió a un pequeño niño de piel
morena, con un collar de conchas rodeándole el cuello y que caminaba descalzo.
- ¿Qué
haces aquí? -le preguntó el niño mirándole extrañado.
-
Estoy visitando tu isla - contestó él - pero parece un poco aburrida. Tú eres
el primero que veo.
-
Estan todos metidos en casa. Sólo salen para trabajar y rápidamente se vuelven.
¿Tienes un caramelo?
El inventor empezó a hurgarse en los bolsillos
hasta que encontró uno de sus caramelos sin azúcar que no sabían a nada y se lo
ofreció. El niño se lo metió rápidamente en la boca y lo saboreó contento lo
cual alegró al inventor al que siempre los niños que conocía le devolvían esos
caramelos diciéndole que eran muy malos. El niño le cogió de la mano y le invitó
a enseñarle la isla. Se llamaba Valentín y sus padres, como todos los de la
isla eran muy pobres. Normalmente no tenían mucho que comer, y siempre cosas
aburridas, patatas cocidas y plátanos, pero nunca caramelos y cosas así. Tan sólo
el rey de la isla y sus ministros podían comer de todo, porque tenían un montón
de dinero que sacaban de los impuestos que todos los habitantes de la isla debían
pagar.
- ¿Por
qué pagan los habitantes tantos impuestos si tienen tan poco de comer? -preguntó
el inventor lleno otra vez de curiosidad.
Valentín
se quedó un rato parado y le condujo detrás de una enorme palabra que les apartó
de la vista de la calle. Con una voz llena de tristeza el niño le contó que
antes no era así pero que un día el rey decidió enviar a uno de sus ministros
al extranjero en busca de una máquina capaz de fabricar palabras. Al poco
tiempo el ministro volvió con unos extraños papeles con los cuales construyeron
unas gigantesca máquina con la cual inundaron la isla de palabras, palabras muy
serias y complicadas con las que convencieron a todos de que debían trabajar mucho
y pagar sus impuestos al rey. A pesar de que el rey y sus ministros cada vez
pedían más impuestos, la gente se vio rodeada de una montaña tan grande de
palabras que nadie nunca ha sabido protestar.
Esteban
inclinó la cabeza avergonzado. De repente comprendió para qué se había
utilizado su máquina constructura de palabras, y por qué su cliente extranjero
quería que construyese sólo un tipo de palabras. Durante un momento no supo que
decir.
- ¿Qué
te pasa? - le preguntó Valentín preocupado.
-
Nada, simplemente me has entristecido con tu historia - contestó el inventor
mientras salía del rincón. Valentín le siguió.
-
Dime - dijo Esteban - ¿a tí también te convencen tantas palabras?
-
No que va. Yo y los demas niños de la isla somos los únicos a los que no nos
gusta el rey y sus ministros. Los niños no entendemos esas palabras tan
complicadas.
El
viejo inventor se alegró mucho de escuchar eso y entonces comenzó a tirarse de
la barba que era la forma que él tenía de que se le ocurriesen ideas. Y al
mismo tiempo que escuchaba la brisa del mar una idea luminosa se le apareció en
la cabeza. Arrodillándose delante de Valentín, Esteban le pidió que le ayudase
a limpiar su isla de
palabras. Valentín sonrió, lo cual significaba que
aceptaba, y los dos juntos se marcharon al otro extremo de la isla.
En
aquel lugar había un frondoso bosque verde con palmeras, cocoteros y unos árboles
gigantescos de los cuales colgaban unas largas cuerdas verdes. Todavía había
colgadas de las ramas muchas palabras, que la máquina había arrojado hasta allí.
Esteban pudo reconocer muchas de las que vio en aquella lista que el ministro
extranjero le exigió su máquina produjese. Ahora estaban allí tiradas, caídas
entre la maleza, y pensó que a pocos podrían allí convencer, salvo a los monos
que saltaban de árbol a árbol.
Durante
varios días Esteban y el niño Valentín permanecieron escondidos en una pequeña
bahía junto a aquel oscuro bosque, tan lejos del centro de la isla que apenas
se podían leer las palabras que coronaban la montaña en la que se encontraba el
palacio del rey. El inventor pidió a Valentín que reuniese a todos sus amigos y
que juntos reuniesen toda la chapa y alambre viejo que pudiesen encontrar, así
como muelles, madera, y unas ruedas. El viejo inventor se dispuso a trazar los
planos de su nuevo invento mientras su ayudante Valentín recorría la isla en busca
de lo que él le había pedido. En poco tiempo todo un tropel de niños
aparecieron en el rincón de la isla donde se encontraba el inventor
cargados con todo lo que encontraron. Algunos venían
con palos y cuchillos, y con los dientes apretados, como si fuesen a entrar en batalla,
pero el inventor tuvo que explicarles que no era así como iban a limpiar la
isla, y al final convenció a todos para que le ayudasen.
Una
vez Esteban dispuso de todo el material necesario, todos los niños se pusieron
a trabajar bajo su dirección hasta construir un extraño y gigantesco aparato,
parecido a un enorme y viejo ventilador. Era casi tan alto como los árboles más
grandes del bosque, y
tenía una gruesa manivela a ras de suelo, que
mediante varias ruedas dentadas se comunicaba con la hélice, hecha de grandes láminas
de chapa.
Los
niños no comprendieron al principio para que podía servir aquella máquina y así
se lo preguntaron al inventor.
-
Es fácil de entender - contestó él como si fuese un experto profesor - ¿no habéis
oído nunca que las palabras se las lleva el viento? Pues eso es lo que vamos a
hacer: un poco de viento.
Al
oír esto los niños se quedaron un poco sorprendidos, pero el deseo de limpiar
la isla de palabras les animó a seguir adelante. Ya estaban hartos de patatas y
plátanos y más aún de ver a sus padres trabajar sin sentido porque, aunque no
podían entender las
palabras de los mayores, si al menos sabían lo que
era justo e injusto, y de lo que estaban seguros era de que aquella situación
no podía continuar así.
Una
mañana muy temprano, cuando el sol acababa de salir por encima del mar y creaba
con su luz una larga franja amarilla que iba desde el horizonte hasta la isla,
los niños, capitaneados por Valentín, movieron el ventilador sigilosamente
sobre sus ruedas hasta el centro de la isla, donde las palabras se amontonaban
unas sobre otras como trastos
viejos.
-
Empezad a mover esa manivela - gritó el inventor- muy rápido.
Los niños hicieron lo que Esteban
les dijo y poco a poco consiguieron mover aquel enorme ventilador cada vez con
más fuerza hasta provocar un auténtico huracán. Tanto empeño pusieron en mover
la manivela que al principio no vieron como las palabras empezaron a despegar
del suelo y volar, arrastradas por la fuerza del aire, perdiéndose en el mar.
Algunas se quedaban atascadas en las cornisas y en las copas de los árboles,
pero poco a poco se iban deshilachando y perdiendo letras hasta quedarse en
nada. La fuerza del viento era tan grande que incluso las palabras más pesadas,
aquellas que rodeaban el
palacio del rey como murallas para protegerlo,
empezaron a moverse y a descender lentamente por la ladera de la montaña, para
terminar hundiéndose en el fondo del mar. Cuando los niños dejaron de mover la manivela
y el viento cesó de soplar, la isla quedó completamente limpia de palabras y ni
una sola pudo ser encontrada entre las casas y los
árboles.
Al
poco rato los mayores empezaron a salir de las casas, sorprendidos de lo que veían
a su alrededor, acostumbrados como estaban a convivir con tantas palabras. Como
éstas ya no existían, y no había nada que les convirtiese lo negro en blanco y
lo blanco en negro, los habitantes de Aututaki miraron sobre sus cabezas y
contemplaron enfurecidos el lujo del palacio del rey y rápidamente corrieron
hacia él. El rey y sus ministros, asomados a las ventanas del palacio, vieron con
horror como todos corrían hacia ellos con no muy pacíficas intenciones ante lo
cual decidieron salir huyendo. El mismo rey, un
personaje gordinflón y vestido con una larga capa
que se le enrollaba en las piernas, pronto se quedó atrás y quedó prisionero,
incapaz de seguir el paso de sus ministros, entre los cuales Esteban pudo
reconocer a aquel maleducado personaje de la gran capa roja y las enormes botas
brillantes que en varias ocasiones vino a su laboratorio sin dar las
buenas noches.
El éxito
de la operación de limpieza de palabras fue recibido con multitud de gritos de
júbilo por parte de los niños y un poco más tarde también por parte de los
mayores, que tardaron más en reaccionar, un poco trastornados aún por la
ausencia de palabras. Esteban, que a pesar de sus años era muy tímido, se dio
la vuelta y con su maleta se encaminó hacia el puerto para esperar el siguiente
barco que le llevase de vuelta a casa, pero Valentín fue corriendo a buscarle,
y ya de ahí en adelante y durante muchos días no pudo escaparse de asistir a
montones de fiestas en su honor por agradecimiento a su ayuda. Esteban, que sin
quererlo se vio convertido en héroe, se confesó el inventor de esa máquina que
habíaprovocado tantos problemas y quiso destruirla delante de todos. Sin
embargo, por decisión de los niños, los libertadores
de Aututaki, se decidió conservarla y usarla para otros fines menos perversos.
- ¿Y
para qué otros fines podían querer una máquina que les había hecho tanto de
sufrir? - le preguntó Roberto a su amigo cuando éste, ya de vuelta, le contaba
sus peripecias en la lejana isla de Aututaki.
-
Querían usarla para fabricar cuentos para niños. Una buena idea, ¿no crees?
Y
Roberto San Juan, que siempre pensaba de forma práctica, como demuestran sus
afamados inventos de la fregona y la persiana, le sugirió a su amigo que
utilizase su invento para contar la propia historia de su máquina de palabras y
la isla de Aututaki, cosa que Esteban aceptó gustoso, y de esta manera fabricó
este cuento, que a pesar de estar hecho con una máquina, no dejó de costarle
esfuerzo.