viernes, 22 de diciembre de 2017

LA MAQUINA DE PALABRAS (CUENTO DE NAVIDAD)

LA MÁQUINA DE PALABRAS



                                                                                                         Juan Antonio Anta


            La mañana en que su invento por fin funcionó, Esteban bajaba las escaleras de dos en dos y luego continuó andando por la calle a la pata coja durante un buen rato. La gente le miraba extrañada ya que no era normal ver una persona tan mayor haciendo semejantes tonterías. Y es que Esteban estaba más contento que nunca aquel día. él era un inventor, un profesional ya viejo del oficio, que se pasaba la vida encerrado en su laboratorio inventando cosas. Tenía una barba muy larga, de la que siempre tiraba cuando quería que se le ocurriese algo, y unos ojos muy grandes, que casi daban miedo, y con los que observaba como un águila los problemas de la gente para tratar de solucionarlos. El nunca había inventado nada realmente importante, siempre pequeñas cosas inútiles y que raras veces funcionaban, caramelos sin azúcar que no sabían a nada, helados que no manchaban al derretirse pero de colores aburridos, una peladora de patatas que quitaba la cáscara y media patata con ella, una bicicleta con motor que gastaba demasiada gasolina. Sin embargo ahora Esteban podía considerarse el inventor de un extraño aparato con el que podía construir palabras, todas las que se quisieran. El funcionamiento era sencillo: la máquina se alimentaba de un gran depósito de letras, con todas las del abecedario, mayúsculas y minúsculas, de diferentes colores y tamaños. Luego se accionaba un gran manivela y por el otro extremo del aparato salían las palabras como churros. Al principio había tenido muchas dificultades. Lo primero fue que las palabras que construía era imposible pronunciarlas. Por ejemplo KlauRLqnf o uRqHnaAa. Con gran maña consiguió solucionar el problema y que las palabras de su máquina se pudiesen pronunciar pero aún así no significaban nada: karaCacalla, saTiperollo, cincIMeNatii. Realmente eso era una gran complicación y tuvo que pensar mucho tiempo hasta que encontró la forma de introducir en el mecanismo cómo decirle a la máquina que le fabricase palabras que él pudiese entender. Y al final aquella mañana, después de haberse pasado días enteros modificando los engranajes y llenando montones de papeles con números, comprobó que su complicado aparato escupía por fin palabras hechas y derechas. Todavía le dolía la garganta del grito que dio cuando de la máquina, con gran trabajo, surgió su primera palabra con significado:

``rA...dIo...te..le...gRa..Fis...tA''.

A pesar de los fallos que todavía tenía el mecanismo, que le bailaba mayúsculas y minúsculas, él se quedó mirando un buen rato aquella palabra tan bonita que le había construido su máquina.

            Mientra caminaba con prisas por la calle, y dando algún que otro salto de vez en cuando, pensaba en la cara de sorpresa que iba poner su amigo y compañero de profesión Roberto, a cuya casa se dirigía. Cuando llegó, también subió las escaleras de dos en dos, a pesar de sus años, y se plantó en un santiamén ante la puerta de su amigo. Como se había imaginado, Roberto San Juan, mundialmente famoso por su muy útil invento de la fregona, se quedó boquiabierto cuando Esteban le enseñó los planos de su máquina.

            - ¿Y cómo consigues que las palabras se entiendan? – preguntó Roberto mirando maravillado los planos.

            - Muy sencillo - le indicaba Esteban moviendo su dedo por los papeles - El significante se fabrica aquí, a base de fonemas que vienen por esta tubería y una vez listo, se mezcla con el significado en este otro depósito. Luego la palabra sale por esta conducción al exterior.

            - ¡Increíble! - decía el inventor de la fregona mientras Esteban continuaba explicándole cosas.

            Después de todo el día con su amigo, y de haber celebrado su éxito por todo lo alto, Esteban volvió a su casa ya muy tarde y con la intención de incluir un montón de mejoras en su máquina. Apenas durmió aquella noche por la excitación.

            Aquel día fue sin duda uno de los más felices de la vida de Esteban y a partir de entonces ya nada sería igual para él. Mientras estaba en la cama pensaba en todo lo que aún tenía que hacer. Las semanas siguientes se ocuparía de mejorar su máquina y darle los últimos retoques. Primero tenía que solucionar que no mezclase mayúsculas y minúsculas y después incorporarle un dispositivo para eliminar las faltas de ortografía. Eso sería fácil. Luego se encargaría de acelerar el proceso de producción de palabras y hacer desaparecer los ruidos tan desagradables que los engranajes hacían cuando se estaba
construyendo una palabra. Por último, se le ocurrieron muchas cosas, como por ejemplo añadir un botón que permitiese filtrar la palabras por temas. Pensó en tres posiciones, ``Ciencia y Tecnología'', ``Sociedad e Historia'', y ``Cultura y deportes'', aunque más tarde se las apañaría para introducir más temas. Todavía se le ocurrieron muchas más cosas por
hacer, o mejor las soñó, porque el cansancio de aquel día tan intenso le iba venciendo, y al final se quedó profundamente dormido con una sonrisa de felicidad en la cara.


            A las dos semanas de que la máquina de palabras fabricase su primera palabra con significado, un anuncio apareció en el periódico:

Máquina de palabras. Construye todas
la palabras posibles. Funcionamiento sencillo. Bajo consumo. Contactar
con Esteban Ayala, Inventor

            Esteban había pensado en añadir la palabra Garantizada sin embargo a pesar de que la máquina ya funcionaba sin apenas fallos, y hasta tenía el filtro por temas, todavía no se fiaba del todo de ella, y por si las moscas, prefirió dejar las cosas como estaban.

            No tuvo que esperar mucho tiempo Esteban para que le apareciesen clientes. La primera que le encargó una copia de su máquina fue una secretaria perezosa cuyo trabajo era redactar las cartas de su jefe. La mujer pidió una demostración y Esteban colocó el aparato en la posición ``Sociedad e Historia'' y comenzó a accionar la manivela.

            - ... recepción, auditoría, constitución, bombardear, nacionalista, gubernamental, suplicatorio, purrusalda...

            - ¿purrusalda? - protestó la secretaria un tanto contrariada.

            - Bueno... - le contestó Esteban tratando de disculparse – tenga en cuenta que la máquina se encuentra en fase experimental y ...

            - vale, vale - interrumpió ella llena de impaciencia - me la llevo.

            Después de la secretaria le llamó un político ambicioso que tenía un montón de discursos por escribir, y un escritor desconocido y sin ideas que quería publicar una novela. Todos ellos le pagaron muy bien, y a medida que iba recibiendo clientes, él adaptaba su máquina a las necesidades de cada uno, y de esta manera su prodigioso aparato funcionaba cada vez mejor y él poco a poco fue ganando renombre en el mundo de la Ciencia. La mayoría de sus clientes le decían que estaban muy contentos de tener una máquina que les proporcionaba tantas palabras sin tener que pensar y así ahorrarse el esfuerzo de estar dando vueltas a la cabeza durante horas o mirar continuamente un pesado diccionario. Sólo tenían que girar unas cuantas veces la manivela y ya tenían un montón de palabras con las que escribir informes, crónicas, memorias, resúmenes, redacciones, reportajes, artículos, ponencias, dictámenes, atestados, tesis doctorales, programas de mano y tantos otros escritos siempre aburridos de leer y aún más de escribir. Su aparato constructor de palabras iba así a convertirse en un gran progreso para la civilización y él estaba destinado a ser el inventor más famoso de todos los tiempos.

            Ya después de haber vendido su máquina a cientos de clientes, y de haberla comprobado tantas veces que hasta él se aburría de ver palabras y más palabras, Esteban volvió a publicar otro anuncio en el periódico:

Máquina de palabras. Construye todas
la palabras posibles. Funcionamiento sencillo. Bajo consumo. Contactar
con Esteban Ayala, Inventor. GARANTIZADA


            Habían ya pasado varios meses desde que Esteban publicó su anuncio en el periódico cuando una noche, un singular cliente vino a visitarle a su laboratorio. Estaba preparándose la cena con su freidora autolimpiable cuando unos fuertes golpes sonaron en la puerta. Esteban fue extrañado a abrir y se pegó un pequeño susto al ver la gran estatura y los curiosos vestidos que llevaba el personaje, como procedentes de un lejano país, oriental o algo así.

            - ¿Eres tú el inventor de la máquina de palabras? - le dijo sin ni siquiera presentarse.

            - Si, yo soy, pero a estas horas no suelo atender al público... - contestó Esteban Ayala tartamudeando un poco.

            - Quiero los planos de tu máquina. Mi señor te pagará bien.

            Mi amigo inventor se quedó unos segundos paralizado ante la exigencia del visitante y sorprendido por sus malos modales. Al final consiguió reaccionar e hizo una seña para que entrase. Mientras el extraño cliente permanecía de pie en medio del laboratorio mirando a su alrededor, Esteban se puso a rebuscar entre sus papelotes.

            - Creo que tengo una copia por aquí... - dijo sin mucho convencimiento.

            Después de un rato de trajín, pareció encontrar una copia de los planos de su máquina.

            - Estos son. - concluyó.

            Al oír esto el extraño visitante se acercó y casi le arrebató
los papeles de las manos.  A Esteban se le puso entonces una cara de furia muy considerable que rápidamente desapareció cuando vio que su cliente le ponía sobre las manos un cheque de banco a su nombre. Hecho esto el visitante se marchó como había venido: sin saludar. 

            El cheque que el desconocido le había dejado, tenía muchos, muchos ceros. Tantos que el inventor tuvo que contarlos varias veces para saber cuánto dinero le había entregado realmente su peculiar visitante. Al día siguiente fue a contarle lo que le había sucedido a su amigo Roberto. éste se encontraba trabajando en su último invento, la persiana, y la cuerda de la que ésta colgaba se le soltó de las manoscuando Esteban le enseñó el cheque.

            - ¡Arrea! - dijo Roberto mientras recogía los restos de madera a los que había quedado reducido su prototipo de persiana - y yo que pensaba que con las cosas que tú inventabas nunca ibas a ganar dinero.

            - Pues ya ves - le contestó Esteban lleno de orgullo - y lo curioso es que sólo se llevó los planos, ni siquiera me pidió que le construyese una copia de la máquina.

            - Umm... ¡qué raro!. ¿y no te dijo para qué la quería? 

            - No, no dijo nada - contestó Esteban - sólo sé que tenía acento extranjero, venía envuelto en una gran capa roja y calzaba unas enormes botas brillantes.

            Aquella noche Esteban invitó a su amigo a una gran cena, y cuando volvió a su casa tampoco pudo dormir por la excitación, lo mismo que la noche en que su máquina de palabras funcionó por primera vez.

            Sin embargo, no fue aquella la última visita que tuvo Esteban del extraño personaje. Habían pasado un par de semanas cuando de nuevo volvió a escuchar unos golpes fuertes en su puerta. Sin saber cómo, Esteban intuyó que se trataba del mismo hombre, y cuando abrió la puerta ya no se asustó tanto al ver por segunda vez la siniestra figura del extranjero.

            - Tu máquina no funciona bien, inventor - le dijo de nuevo sin dar las buenas noches.

            ``En su país no deben existir los saludos'' pensó Esteban enfurecido.

            - Eso es imposible. Mi máquina está garantizada. -contestó - seguramente no habéis seguido bien las instrucciones o...

            - Fabrica palabras que no debe fabricar. - le interrumpió él - Debes modificarla. Mi señor te pagará bien.

            ``¡Vaya!'', volvió a pensar el inventor. ``¡Qué extraño!''. Con sus grandes ojos abiertos como platos contempló asombrado como su cliente le enseñaba toda una lista de palabras que la máquina, según él, no debía fabricar. Así pudo leer palabras como ``sonrisa'', ``igual'', ``contra'', ``verde'', ``compañero'', ``estrella'', o ``sueño''. Cuando todavía no había reaccionado del todo, el visitante le mostró otra lista, tan larga como la primera, en la que aparecían otras palabras que según él la máquina debía producir en mayor cantidad. En esta segunda lista Esteban encontró palabras como ``fuerte'', ``grande'', ``así'', ``con'', ``negro'', ``trabajo'' y ``tierra''. El inventor se quedó un rato silencioso, sin comprender nada, hasta que al final le dijo a su cliente que haría lo que pudiera. Este entonces decidió marcharse con la amenaza de volver en unos días.

            Esteban reflexionó poco sobre la razón de aquella rara petición y su afán científico le empujó aquella misma noche a tratar de modificar su máquina de tal manera que no construyese cierto tipo de palabras y si otras en mayor cantidad. Después de toda la noche en vela, y de tirarse de la barba tanto que llegó a hacerle daño, el sesudo inventor descubrió los engranajes y poleas que debía sustituir para que su máquina diese el resultado deseado. Hizo muchas pruebas, y todavía un día antes de la vuelta del visitante de la gran capa roja y las botas brillantes la máquina escupió un ``¡Hola!'' que pensó no
gustaría nada a aquel maleducado personaje que no sabía dar las buenas noches. Rápidamente arregló ese pequeño fallo y considerando por fin listo el modelo, esperó la llegada del enviado de lejanas tierras. Y efectivamente, tal como prometió, volvió a aparecer en su laboratorio para llevarse los nuevos planos de su máquina. Tras un rápido vistazo a los papeles, el personaje dobló rápidamente aquellas gordas cartulinas, y salió con prisas, no sin antes darle al inventor otro cheque con muchos ceros, que como la primera vez, él recogió agradecido, poco acostumbrado como estaba a clientes tan generosos.



            Pasó mucho tiempo, y aquel personaje de los extraños vestidos y los malos modales no volvió a visitarle. Esteban ya había dejado de trabajar en la mejora de su máquina de palabras y tenía en su cuenta corriente tanto dinero que no sabía como gastarlo, porque siempre había estado muy justo de fondos y estaba habituado a ahorrar. Pero a pesar de que el invento que le había hecho rico y famoso se encontraba completamente comprobado y vuelto a recomprobar, Esteban no pudo pensar en crear una nueva invención ya que para ello necesitaba tener la cabeza vacía de problemas y había uno que le daba todavía vueltas desde que vio al extraño visitante extranjero por última vez. Un día su amigo Roberto, que ya había patentado su nuevo invento de la persiana, no menos útil que la fregona como todo el mundo sabe, vino a visitarle a su laboratorio. Esteban se encontraba recostado sobre su mesa de trabajo, jugueteando con su bolígrafo de tinta aromática, antigua invención suya y que según él ayudaba a los niños a hacer sus deberes.

            - ... ``verde'', ``nube'', ``deses...pe...ración''... - decía él mientras escribía sobre la mesa.

            - Hace mucho que no inventas nada, Esteban - le dijo Roberto - Estás un poco raro, ¿no crees?

            - ... ``fiesta'', ``niño'', ``ali...men..tación'' – seguía diciendo Esteban sin hacer caso a su amigo.

            - Pero, ¿me quieres escuchar? - protestó él - deja ya de obsesionarte por lo que aquel cliente te pidió. Ya hace mucho tiempo que no viene y el caso es que te ha pagado, y muy bien, por cierto.

            - No lo puedo evitar - contestó Esteban tirando el bolígrafo sobre la mesa - pero no logro averiguar porqué él no quería estas palabras. Por más que las escribo no encuentro nada que tengan en común y así nunca podré saber para qué están usando mi máquina.

            Roberto San Juan, que era un hombre práctico (no por nada había inventado la fregona y la persiana, dos dispositivos domésticos de gran utilidad, como todo el mundo sabe) no podía entender que su amigo estuviese escribiendo palabras sin inventar nada y decidió que eso no podía seguir así.

            - Lo que no puedo entender - dijo reproduciendo casi exactamente sus pensamientos - es que estés escribiendo palabras sin inventar nada, y esto no puede seguir así. ¿Por qué no vas al país del que vino el tipo ese y le preguntas qué demonios está haciendo con tu máquina?

            Esteban se quedó mudo y luego le brillaron los ojos. Pero enseguida volvió a su misma cara de antes, lleno de dudas.

            - Pero si yo no sé de qué país viene, ni cómo se llama, ¿cómo voy buscarle si no tengo ninguna pista?

            - Tienes el cheque - remachó con seguridad Roberto - Creo que aún no has cobrado el segundo pago que te dio. En todos los cheques hay un número de referencia que indica de dónde procede el dinero. Vete al banco y quizás averigües algo.

            El inventor de la máquina de palabras volvió a quedarse sin habla. Se notaba que no había visto muchos cheques en su vida. Corrió al cajón donde guardaba el segundo de los cheques que el visitante extranjero le había entregado y, efectivamente, al final de la larga fila de ceros había un número misterioso qué era la única pista que le podía conducir a encontrar a su antiguo cliente.

            - ¿Me acompañas? - dijo Esteban mientras iba a buscar su abrigo.

            Roberto asintió y ambos fueron al banco. Esteban se aproximó a la ventanilla y mostró el cheque al empleado, y éste, lo mismo que la primera vez, se puso blanco y empezó a tartamudear.

            - Me temo que no tengo suficiente efectivo para pagarle ahora, si puede esperarse unos días...

            - Sólo queremos que nos diga el titular de la cuenta – le interrumpió Roberto.

            El empleado lanzó un suspiro de alivio y comenzó a consultar su ordenador. Al cabo de dos minutos se quedó parado, aproximó su cara a la pantalla y después se giró lentamente hacia donde Esteban y Roberto esperaban.

            - Este cheque no tiene fondos - les dijo finalmente.

            - ¡Vaya! - exclamó Roberto - Me parece que ahora tienes una segunda razón para ir a buscar a tu avispado cliente. El primer cheque que te dio estaba en regla pero el segundo te lo ha dado sin dinero. ¡Menudo listo!

            Esteban bajó la cabeza avergonzado. A él era fácil engañarle.  No sabía de bancos, ni de cheques. ¿Por qué iba a imaginarse qué le iba adar un simple papel sin valor? En su cara apareció entonces una mirada de furia. Más que el dinero lo que le molestaba era que le tomasen el pelo.

            - Por favor - le dijo al empleado - ¿no nos puede decir el nombre o el país de la persona que me dio el cheque?

            - Sí, claro - contestó él. Volvió a girarse hacia el ordenador y pulsó una tecla - el número de referencia es de una cuenta a nombre de...oh, sin nombre. Miremos el domicilio...sólo pone Isla de... - el empleado del banco acercó su cara a la pantalla hasta casi tocarla con la nariz -Isla de Autu... Aututaki - consiguió decir finalmente.

            Esteban y Roberto se miraron mutuamente y luego al empleado con los ojos interrogantes. Sin embargo, éste se encogió de hombros dando a entender que él no sabía mucho de geografía. Ellos le dieron las gracias y se despidieron y mientras andaban a toda velocidad por la calle Roberto decía:
           
            - Pues muy bien, tendrás que ir a esa isla que mucho me temo estará muy lejos. Seguramente darás una sorpresa a tu amigo ya que cuando te entregó el segundo cheque nunca se imaginaría que hicieses un viaje tan largo para reclamarle el dinero.

            - Le daré una sorpresa y otra cosa - contestó Esteban cerrando el puño con rabia.

            Durante los dos días siguientes Esteban estuvo preparando su viaje a la Isla de Aututaki que según descubrió Roberto en sus mapas se encontraba al otro lado del mundo. Era un viaje tremendamente largo. Lo primero que debía hacer era tomar un avión con destino a San Francisco y de allí otro que le llevase a Honolulu. Desde esta ciudad tenía que embarcarse en un transbordador con destino a Papeete y una vez allí buscar un barco que le llevase a la Isla de Aututaki ya que ninguna agencia de viajes pudo asegurarle si existía una línea regular desde Papeete. Al final Esteban preparó su equipaje y Roberto fue a despedirle al aeropuerto.

            - ¡Qué tengas mucha suerte! - le dijo, y ambos se dieron un abrazo.



            Después de cinco días de viaje, y de haber esperado casi dos días en Papeete hasta que pudo encontrar un pequeño barco de vapor que cubría el servicio entre varias islas de aquel lugar perdido en medio del Océano, el inventor arribó finalmente a una pequeña isla, tan pequeña que desde una orilla podía verse la otra sin dificultad, llena de casas bajas y calles llenas de arena.

            Lo primero que le llamó la atención al inventor fue el no ver a nadie. Las calles se encontraban desiertas y sólo se oía el sonido del viento y del mar. Pero lo que más le sorprendió y al principio asustó un poco fue encontrarse todo lleno de palabras, y además aquellas palabras inconfundibles que fabricaba su máquina. En lo alto de un pequeño cerro que se encontraba en el centro de la isla, el inventor pudo distinguir la figura de un castillo o palacio y a su alrededor una cantidad enorme de palabras. Vio la palabra ``reestructuración'' y junto a ella ``multigremialismo''. Un poco más abajo, y ligeramente apoyadas la una sobre la otra podían leerse ``convergencia'', ``macroeconomía'' y ``competitividad''. Y como éstas había muchas más, estaban cubriéndolo todo, forraban el suelo como si fuesen hojas en otoño, se acumulaban en los rincones, algunas se encontraban rotas y deshechas de tanto ser manoseadas, algunas plazas parecían una gigantesca sopa de letras cubiertas a rebosar de palabras.

            Después de pasear un rato por ese paisaje tan triste, notó que alguien le tiraba de su chaqueta. Se dio la vuelta enseguida y descubrió a un pequeño niño de piel morena, con un collar de conchas rodeándole el cuello y que caminaba descalzo.

            - ¿Qué haces aquí? -le preguntó el niño mirándole extrañado.

            - Estoy visitando tu isla - contestó él - pero parece un poco aburrida. Tú eres el primero que veo.

            - Estan todos metidos en casa. Sólo salen para trabajar y rápidamente se vuelven. ¿Tienes un caramelo?

             El inventor empezó a hurgarse en los bolsillos hasta que encontró uno de sus caramelos sin azúcar que no sabían a nada y se lo ofreció. El niño se lo metió rápidamente en la boca y lo saboreó contento lo cual alegró al inventor al que siempre los niños que conocía le devolvían esos caramelos diciéndole que eran muy malos. El niño le cogió de la mano y le invitó a enseñarle la isla. Se llamaba Valentín y sus padres, como todos los de la isla eran muy pobres. Normalmente no tenían mucho que comer, y siempre cosas aburridas, patatas cocidas y plátanos, pero nunca caramelos y cosas así. Tan sólo el rey de la isla y sus ministros podían comer de todo, porque tenían un montón de dinero que sacaban de los impuestos que todos los habitantes de la isla debían pagar.

            - ¿Por qué pagan los habitantes tantos impuestos si tienen tan poco de comer? -preguntó el inventor lleno otra vez de curiosidad.

            Valentín se quedó un rato parado y le condujo detrás de una enorme palabra que les apartó de la vista de la calle. Con una voz llena de tristeza el niño le contó que antes no era así pero que un día el rey decidió enviar a uno de sus ministros al extranjero en busca de una máquina capaz de fabricar palabras. Al poco tiempo el ministro volvió con unos extraños papeles con los cuales construyeron unas gigantesca máquina con la cual inundaron la isla de palabras, palabras muy serias y complicadas con las que convencieron a todos de que debían trabajar mucho y pagar sus impuestos al rey. A pesar de que el rey y sus ministros cada vez pedían más impuestos, la gente se vio rodeada de una montaña tan grande de palabras que nadie nunca ha sabido protestar.

            Esteban inclinó la cabeza avergonzado. De repente comprendió para qué se había utilizado su máquina constructura de palabras, y por qué su cliente extranjero quería que construyese sólo un tipo de palabras. Durante un momento no supo que decir.

            - ¿Qué te pasa? - le preguntó Valentín preocupado.

            - Nada, simplemente me has entristecido con tu historia - contestó el inventor mientras salía del rincón. Valentín le siguió.

            - Dime - dijo Esteban - ¿a tí también te convencen tantas palabras?

            - No que va. Yo y los demas niños de la isla somos los únicos a los que no nos gusta el rey y sus ministros. Los niños no entendemos esas palabras tan complicadas.

            El viejo inventor se alegró mucho de escuchar eso y entonces comenzó a tirarse de la barba que era la forma que él tenía de que se le ocurriesen ideas. Y al mismo tiempo que escuchaba la brisa del mar una idea luminosa se le apareció en la cabeza. Arrodillándose delante de Valentín, Esteban le pidió que le ayudase a limpiar su isla de
palabras. Valentín sonrió, lo cual significaba que aceptaba, y los dos juntos se marcharon al otro extremo de la isla.

            En aquel lugar había un frondoso bosque verde con palmeras, cocoteros y unos árboles gigantescos de los cuales colgaban unas largas cuerdas verdes. Todavía había colgadas de las ramas muchas palabras, que la máquina había arrojado hasta allí. Esteban pudo reconocer muchas de las que vio en aquella lista que el ministro extranjero le exigió su máquina produjese. Ahora estaban allí tiradas, caídas entre la maleza, y pensó que a pocos podrían allí convencer, salvo a los monos que saltaban de árbol a árbol.

            Durante varios días Esteban y el niño Valentín permanecieron escondidos en una pequeña bahía junto a aquel oscuro bosque, tan lejos del centro de la isla que apenas se podían leer las palabras que coronaban la montaña en la que se encontraba el palacio del rey. El inventor pidió a Valentín que reuniese a todos sus amigos y que juntos reuniesen toda la chapa y alambre viejo que pudiesen encontrar, así como muelles, madera, y unas ruedas. El viejo inventor se dispuso a trazar los planos de su nuevo invento mientras su ayudante Valentín recorría la isla en busca de lo que él le había pedido. En poco tiempo todo un tropel de niños aparecieron en el rincón de la isla donde se encontraba el inventor
cargados con todo lo que encontraron. Algunos venían con palos y cuchillos, y con los dientes apretados, como si fuesen a entrar en batalla, pero el inventor tuvo que explicarles que no era así como iban a limpiar la isla, y al final convenció a todos para que le ayudasen.

            Una vez Esteban dispuso de todo el material necesario, todos los niños se pusieron a trabajar bajo su dirección hasta construir un extraño y gigantesco aparato, parecido a un enorme y viejo ventilador. Era casi tan alto como los árboles más grandes del bosque, y
tenía una gruesa manivela a ras de suelo, que mediante varias ruedas dentadas se comunicaba con la hélice, hecha de grandes láminas de chapa.

            Los niños no comprendieron al principio para que podía servir aquella máquina y así se lo preguntaron al inventor.

            - Es fácil de entender - contestó él como si fuese un experto profesor - ¿no habéis oído nunca que las palabras se las lleva el viento? Pues eso es lo que vamos a hacer: un poco de viento.

            Al oír esto los niños se quedaron un poco sorprendidos, pero el deseo de limpiar la isla de palabras les animó a seguir adelante. Ya estaban hartos de patatas y plátanos y más aún de ver a sus padres trabajar sin sentido porque, aunque no podían entender las
palabras de los mayores, si al menos sabían lo que era justo e injusto, y de lo que estaban seguros era de que aquella situación no podía continuar así.

            Una mañana muy temprano, cuando el sol acababa de salir por encima del mar y creaba con su luz una larga franja amarilla que iba desde el horizonte hasta la isla, los niños, capitaneados por Valentín, movieron el ventilador sigilosamente sobre sus ruedas hasta el centro de la isla, donde las palabras se amontonaban unas sobre otras como trastos
viejos.

            - Empezad a mover esa manivela - gritó el inventor- muy rápido.

            Los niños hicieron lo que Esteban les dijo y poco a poco consiguieron mover aquel enorme ventilador cada vez con más fuerza hasta provocar un auténtico huracán. Tanto empeño pusieron en mover la manivela que al principio no vieron como las palabras empezaron a despegar del suelo y volar, arrastradas por la fuerza del aire, perdiéndose en el mar. Algunas se quedaban atascadas en las cornisas y en las copas de los árboles, pero poco a poco se iban deshilachando y perdiendo letras hasta quedarse en nada. La fuerza del viento era tan grande que incluso las palabras más pesadas, aquellas que rodeaban el
palacio del rey como murallas para protegerlo, empezaron a moverse y a descender lentamente por la ladera de la montaña, para terminar hundiéndose en el fondo del mar. Cuando los niños dejaron de mover la manivela y el viento cesó de soplar, la isla quedó completamente limpia de palabras y ni una sola pudo ser encontrada entre las casas y los
árboles.

            Al poco rato los mayores empezaron a salir de las casas, sorprendidos de lo que veían a su alrededor, acostumbrados como estaban a convivir con tantas palabras. Como éstas ya no existían, y no había nada que les convirtiese lo negro en blanco y lo blanco en negro, los habitantes de Aututaki miraron sobre sus cabezas y contemplaron enfurecidos el lujo del palacio del rey y rápidamente corrieron hacia él. El rey y sus ministros, asomados a las ventanas del palacio, vieron con horror como todos corrían hacia ellos con no muy pacíficas intenciones ante lo cual decidieron salir huyendo. El mismo rey, un
personaje gordinflón y vestido con una larga capa que se le enrollaba en las piernas, pronto se quedó atrás y quedó prisionero, incapaz de seguir el paso de sus ministros, entre los cuales Esteban pudo reconocer a aquel maleducado personaje de la gran capa roja y las enormes botas brillantes que en varias ocasiones vino a su laboratorio sin dar las
buenas noches.   

            El éxito de la operación de limpieza de palabras fue recibido con multitud de gritos de júbilo por parte de los niños y un poco más tarde también por parte de los mayores, que tardaron más en reaccionar, un poco trastornados aún por la ausencia de palabras. Esteban, que a pesar de sus años era muy tímido, se dio la vuelta y con su maleta se encaminó hacia el puerto para esperar el siguiente barco que le llevase de vuelta a casa, pero Valentín fue corriendo a buscarle, y ya de ahí en adelante y durante muchos días no pudo escaparse de asistir a montones de fiestas en su honor por agradecimiento a su ayuda. Esteban, que sin quererlo se vio convertido en héroe, se confesó el inventor de esa máquina que habíaprovocado tantos problemas y quiso destruirla delante de todos. Sin
embargo, por decisión de los niños, los libertadores de Aututaki, se decidió conservarla y usarla para otros fines menos perversos.

            - ¿Y para qué otros fines podían querer una máquina que les había hecho tanto de sufrir? - le preguntó Roberto a su amigo cuando éste, ya de vuelta, le contaba sus peripecias en la lejana isla de Aututaki.

            - Querían usarla para fabricar cuentos para niños. Una buena idea, ¿no crees?


            Y Roberto San Juan, que siempre pensaba de forma práctica, como demuestran sus afamados inventos de la fregona y la persiana, le sugirió a su amigo que utilizase su invento para contar la propia historia de su máquina de palabras y la isla de Aututaki, cosa que Esteban aceptó gustoso, y de esta manera fabricó este cuento, que a pesar de estar hecho con una máquina, no dejó de costarle esfuerzo.


FIN

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