miércoles, 25 de julio de 2018

Lectura para la playa:


Morte d’amore


Juan Antonio Anta

     
El Sr. Richardson está deseando volver a casa. Hoy presiente que es un día especial. Ha puesto a sonar  Tristán e Isolda para que el tiempo de volver a casa transcurra como si no existiera. En casa le espera la Sra. Richardson. A ella también le gusta Tristán. La Sra. Richardson le dará la bienvenida en el recibidor medio desnuda y en lencería negra (la que más le excita), le agarrará de la corbata y le llevará como un corderito enamorado hasta el dormitorio con cama de agua y fragrancia de rosas que ella misma habrá ambientado en conciencia para satisfacerle. Al Sr. Richardson se le empieza a hacer insoportable ver doscientos asuntos pendientes sobre su escritorio. Quiere acabar pronto su trabajo. Mira de reojo el reloj digital que cuelga de la pared gris de su oficina. En verdad se muere de ganas por ver a su actual Sra. Richardson.
La actual  Sra. Richardson asesinó a sangre fría a la anterior Sra. Richardson. Fue un crimen pasional y nunca mejor dicho. La actual Sra. Richardson (Sra. Richardson IX, para no perdernos) empujó desde lo alto de un quinto piso a la Sra. Richardson VIII cuando ambos dos visitaban una galería de arte en amor y compañía. El Sr. Richardson miró horrorizado el cuerpo de su esposa estampado contra el suelo y desangrándose lentamente. El horror desapareció de súbito cuando un rostro angelical (y por supuesto inocente) le miró con ternura infinita a los ojos y le abrazó con pasión. Simulando ayudarle en aquellos momentos tan trágicos, la futura Sra. Richardson insistió en acompañarle en la misma ambulancia que transportó a su señora al hospital. Embebido por la emoción del momento, el Sr. Richardson no pudo resistir los envites amorosos de su benefactora, a la que acabó poseyendo sobre el mismo suelo de la ambulancia y en presencia de su moribunda esposa, cuyas constantes vitales se interrumpieron para siempre justo en el mismo momento en el que los ardientes amantes daban por término su placer. Aquella misma noche los recién conocidos hicieron el amor en el ascensor, en la cocina y por supuesto en la misma cama de agua con fragrancia de rosas que todavía acompaña sus noches de pasión. Para entonces ya se le había olvidado que dormía con una asesina.
Y es que ya estaba acostumbrado a dormir con asesinas. La Sra. Richardson VII empezó un día a sentirse mal después de una romántica cena en la que no pararon de hacer manitas. Aquella noche que prometía tanto hubiera sido un horror si no fuera porque la cocinera y sirvienta (a la sazón la futura Sra. Richardson VIII) salió de entre sus bártulos y cacerolas y se plantó frente a él con una sonrisa pícara. Sin decir palabra se quitó la cofia y el delantal, se sacó la blusa por encima la cabeza y dejó caer la falda. La boca del Sr. Richardson quedó abierta al máximo al contemplar alucinado el cuerpo más bello que nunca hasta entonces se le había ofrecido. Mientras hacían el amor sobre la propia mesa de la cena y en presencia del cadáver de su ex esposa (la cual parecía observarlos con los ojos muy abiertos y en una especie de trance impotente de ultratumba), no pudo sentir ni un ápice de compasión. Y es que ella también supo cómo quitarse de en medio a la malograda Sra. Richardson VI, esta vez gracias a los oficios de un vulgar asesino a sueldo. El Sr. Richardson velaba la capilla ardiente de su esposa y se preguntaba cómo un indigente borracho estaba en posesión de un revólver del calibre 45 y qué le había llevado a vaciar el cargador sobre el cuerpo de su mujer. Fue en el momento en el que se quedaba solo cuando una elegante dama, tocada con una inmensa pamela negra y escondida tras un fino velo de seda, se acercó a darle el pésame. Con la voz más dulce que jamás había escuchado le confesó al oído que no había nada que le excitase más que un funeral. Tras cerrar discretamente la puerta de la estancia, acabaron haciendo el amor sobre la superficie más cómoda y morbosa que pudieron encontrar y que no era otra que el propio féretro, centro geométrico del velatorio. Con su ex mujer debajo, fría como la eternidad, y su futura mujer encima, caliente como el trópico, el Sr. Richardson reconoció con un alarido entrecortado que no hay mal que por bien no venga. 
El reloj marcó las seis y el Sr. Richardson se levantó como un resorte. Con una sonrisa ya gestada a lo largo de horas de trabajo, y bien marcada ahora que el momento de placer supremo se acercaba, se dirigió al servicio de caballeros a fin de arreglarse y acicalarse como la ocasión lo merecía. Todavía se escuchaba en la lejanía la música de Tristán (se había dejado la grabación sonando) y con un tenue silbido acompañaba los compases de su dúo de amor. Antes de salir se ajustó la corbata mientras se admiraba a sí mismo en el espejo con satisfacción. Siempre había sido un hombre apuesto y varonil, como una mirada profunda y una expresión cautivadora e inquietante, capaz de llevar a las más bellas mujeres a matar por tenerle entre sus brazos.
Cuando se disponía a dejar el cuarto de baño una pequeña alteración del escenario habitual le hizo, por un breve instante, dudar del normal (y placentero) transcurrir de las cosas. Unas voluminosas botas asomaban por debajo de la puerta de uno de los retretes. En verdad eran unas botas gigantes, y además no recordaba habérselas visto puestas a nadie de la oficina. Intrigado, trató de mirar bajo la puerta, aunque pronto se dio cuenta de lo ridículo de su postura, arqueado y con una pierna levantada y estirada para hacer de contrapeso. Se disponía a recuperar su posición natural cuando la puerta del retrete se abrió con un portazo.
Y entonces confirmó que las botas no pertenecían a un usuario habitual del servicio de caballeros. Desconcertado fue alzando la mirada a medida que se incorporaba, y así comprobó que las grandes botas negras sostenían una corpulenta figura, embutida en una gruesa gabardina de color crema, y de la que sobresalían, además de las desmesuradas botas, dos inquietantes objetos: una cabeza ovalada con dos ojos diminutos y brillantes y una pistola con silenciador dirigida hacia él.
El Sr. Richardson retrocedió atemorizado cuando todavía no había acabado de posar en el suelo la pierna que todavía tenía en el aire. El movimiento combinado de su búsqueda de la posición erguida (residuo del momento en el que aún no sabía que alguien iba a matarle) y el retroceso de temor que ahora experimentaba (fruto del convencimiento de un fin próximo) le hizo perder el equilibrio y caer hacia atrás. Sentado en el suelo y con las manos levantadas frente a sí en actitud defensiva, recibió los tres disparos en el estómago.
Tenían que ser en el estómago.
Con las manos deteniendo como podía la hemorragia y la respiración entrecortada, el moribundo Sr. Richardson observó cómo el de las botas abría la puerta del servicio de caballeros y hacía pasar a su esposa. Con gran ceremonia la Sra. Richardson echó el pestillo del aseo y se aproximó hacia él. Durante unos instantes lo contempló de cerca con una expresión neutra que poco a poco fue derivando en una turbadora y significativa sonrisa.
La última de la dinastía Richardson concedió a su marido la gracia postrera de un suave beso en los labios. A continuación, le incorporó y le apoyó en la pared para obsequiarle con una buena perspectiva. Mientras se moría poco a poco, y con Tristán e Isolda como eterna música de fondo, el Sr. Richardson contempló cómo el de las botas se desabrochaba la gabardina al tiempo que desnudaba con delectación a su mujer, cómo le quitaba la blusa y le arrancaba la falda, cómo mostraba en todos los espejos del baño su juego de lencería negra, y cómo la besaba, la acariciaba y finalmente la poseía con ella de rodillas y desde atrás a fin de que él viera, en toda su plenitud y como debe ser, el rostro salvaje de su mujer aguantando el clímax para justo aquel momento en el que él hubiera de dar su último suspiro.
Fue curioso, pero en ese preciso instante sintió un inexplicable y embriagador placer. Y entonces comprendió que no había tenido mala vida ni mala muerte tampoco. Las innumerables Señoras Richardson, tan arrebatadoramente bellas como asesinas implacables, le hicieron comprender mejor que a nadie que la muerte y el deleite aparecen demasiadas veces tan fundidos y compenetrados que parecieran dos amantes vírgenes y sangrientos amándose sin mesura hasta el amanecer.

    Cercedilla, 2 de Enero de 2006

Guía oficiosa de Florencia (y Pisa)

 Guía oficiosa de Florencia (y Pisa)      Siempre he dicho que la vida del turista es dura. Todo el día de aquí para allá con el afán impeni...