Morte d’amore
Juan Antonio Anta
El Sr. Richardson está
deseando volver a casa. Hoy presiente que es un día especial. Ha puesto a
sonar Tristán e Isolda para que el tiempo de volver a casa transcurra
como si no existiera. En casa le espera la Sra. Richardson. A ella también le
gusta Tristán. La Sra. Richardson le
dará la bienvenida en el recibidor medio desnuda y en lencería negra (la que
más le excita), le agarrará de la corbata y le llevará como un corderito
enamorado hasta el dormitorio con cama de agua y fragrancia de rosas que ella
misma habrá ambientado en conciencia para satisfacerle. Al Sr. Richardson se le
empieza a hacer insoportable ver doscientos asuntos pendientes sobre su
escritorio. Quiere acabar pronto su trabajo. Mira de reojo el reloj digital que
cuelga de la pared gris de su oficina. En verdad se muere de ganas por ver a su
actual Sra. Richardson.
La actual Sra. Richardson asesinó a sangre fría a la
anterior Sra. Richardson. Fue un crimen pasional y nunca mejor dicho. La actual
Sra. Richardson (Sra. Richardson IX, para no perdernos) empujó desde lo alto de
un quinto piso a la Sra. Richardson VIII cuando ambos dos visitaban una galería
de arte en amor y compañía. El Sr. Richardson miró horrorizado el cuerpo de su
esposa estampado contra el suelo y desangrándose lentamente. El horror
desapareció de súbito cuando un rostro angelical (y por supuesto inocente) le
miró con ternura infinita a los ojos y le abrazó con pasión. Simulando ayudarle
en aquellos momentos tan trágicos, la futura Sra. Richardson insistió en
acompañarle en la misma ambulancia que transportó a su señora al hospital.
Embebido por la emoción del momento, el Sr. Richardson no pudo resistir los
envites amorosos de su benefactora, a la que acabó poseyendo sobre el mismo
suelo de la ambulancia y en presencia de su moribunda esposa, cuyas constantes
vitales se interrumpieron para siempre justo en el mismo momento en el que los
ardientes amantes daban por término su placer. Aquella misma noche los recién
conocidos hicieron el amor en el ascensor, en la cocina y por supuesto en la
misma cama de agua con fragrancia de rosas que todavía acompaña sus noches de
pasión. Para entonces ya se le había olvidado que dormía con una asesina.
Y es que ya estaba
acostumbrado a dormir con asesinas. La Sra. Richardson VII empezó un día a
sentirse mal después de una romántica cena en la que no pararon de hacer
manitas. Aquella noche que prometía tanto hubiera sido un horror si no fuera
porque la cocinera y sirvienta (a la sazón la futura Sra. Richardson VIII)
salió de entre sus bártulos y cacerolas y se plantó frente a él con una sonrisa
pícara. Sin decir palabra se quitó la cofia y el delantal, se sacó la blusa por
encima la cabeza y dejó caer la falda. La boca del Sr. Richardson quedó abierta
al máximo al contemplar alucinado el cuerpo más bello que nunca hasta entonces
se le había ofrecido. Mientras hacían el amor sobre la propia mesa de la cena y
en presencia del cadáver de su ex esposa (la cual parecía observarlos con los
ojos muy abiertos y en una especie de trance impotente de ultratumba), no pudo
sentir ni un ápice de compasión. Y es que ella también supo cómo quitarse de en
medio a la malograda Sra. Richardson VI, esta vez gracias a los oficios de un
vulgar asesino a sueldo. El Sr. Richardson velaba la capilla ardiente de su
esposa y se preguntaba cómo un indigente borracho estaba en posesión de un
revólver del calibre 45 y qué le había llevado a vaciar el cargador sobre el
cuerpo de su mujer. Fue en el momento en el que se quedaba solo cuando una
elegante dama, tocada con una inmensa pamela negra y escondida tras un fino
velo de seda, se acercó a darle el pésame. Con la voz más dulce que jamás había
escuchado le confesó al oído que no había nada que le excitase más que un
funeral. Tras cerrar discretamente la puerta de la estancia, acabaron haciendo
el amor sobre la superficie más cómoda y morbosa que pudieron encontrar y que
no era otra que el propio féretro, centro geométrico del velatorio. Con su ex
mujer debajo, fría como la eternidad, y su futura mujer encima, caliente como
el trópico, el Sr. Richardson reconoció con un alarido entrecortado que no hay
mal que por bien no venga.
El reloj marcó las seis y
el Sr. Richardson se levantó como un resorte. Con una sonrisa ya gestada a lo
largo de horas de trabajo, y bien marcada ahora que el momento de placer
supremo se acercaba, se dirigió al servicio de caballeros a fin de arreglarse y
acicalarse como la ocasión lo merecía. Todavía se escuchaba en la lejanía la
música de Tristán (se había dejado la
grabación sonando) y con un tenue silbido acompañaba los compases de su dúo de
amor. Antes de salir se ajustó la corbata mientras se admiraba a sí mismo en el
espejo con satisfacción. Siempre había sido un hombre apuesto y varonil, como
una mirada profunda y una expresión cautivadora e inquietante, capaz de llevar
a las más bellas mujeres a matar por tenerle entre sus brazos.
Cuando se disponía a
dejar el cuarto de baño una pequeña alteración del escenario habitual le hizo,
por un breve instante, dudar del normal (y placentero) transcurrir de las
cosas. Unas voluminosas botas asomaban por debajo de la puerta de uno de los
retretes. En verdad eran unas botas gigantes, y además no recordaba habérselas
visto puestas a nadie de la oficina. Intrigado, trató de mirar bajo la puerta,
aunque pronto se dio cuenta de lo ridículo de su postura, arqueado y con una
pierna levantada y estirada para hacer de contrapeso. Se disponía a recuperar
su posición natural cuando la puerta del retrete se abrió con un portazo.
Y entonces confirmó que
las botas no pertenecían a un usuario habitual del servicio de caballeros.
Desconcertado fue alzando la mirada a medida que se incorporaba, y así comprobó
que las grandes botas negras sostenían una corpulenta figura, embutida en una
gruesa gabardina de color crema, y de la que sobresalían, además de las
desmesuradas botas, dos inquietantes objetos: una cabeza ovalada con dos ojos
diminutos y brillantes y una pistola con silenciador dirigida hacia él.
El Sr. Richardson
retrocedió atemorizado cuando todavía no había acabado de posar en el suelo la
pierna que todavía tenía en el aire. El movimiento combinado de su búsqueda de
la posición erguida (residuo del momento en el que aún no sabía que alguien iba
a matarle) y el retroceso de temor que ahora experimentaba (fruto del
convencimiento de un fin próximo) le hizo perder el equilibrio y caer hacia
atrás. Sentado en el suelo y con las manos levantadas frente a sí en actitud
defensiva, recibió los tres disparos en el estómago.
Tenían que ser en el
estómago.
Con las manos deteniendo
como podía la hemorragia y la respiración entrecortada, el moribundo Sr.
Richardson observó cómo el de las botas abría la puerta del servicio de
caballeros y hacía pasar a su esposa. Con gran ceremonia la Sra. Richardson
echó el pestillo del aseo y se aproximó hacia él. Durante unos instantes lo
contempló de cerca con una expresión neutra que poco a poco fue derivando en
una turbadora y significativa sonrisa.
La última de la dinastía
Richardson concedió a su marido la gracia postrera de un suave beso en los
labios. A continuación, le incorporó y le apoyó en la pared para obsequiarle
con una buena perspectiva. Mientras se moría poco a poco, y con Tristán e Isolda como eterna música de
fondo, el Sr. Richardson contempló cómo el de las botas se desabrochaba la
gabardina al tiempo que desnudaba con delectación a su mujer, cómo le quitaba
la blusa y le arrancaba la falda, cómo mostraba en todos los espejos del baño
su juego de lencería negra, y cómo la besaba, la acariciaba y finalmente la
poseía con ella de rodillas y desde atrás a fin de que él viera, en toda su
plenitud y como debe ser, el rostro salvaje de su mujer aguantando el clímax
para justo aquel momento en el que él hubiera de dar su último suspiro.
Fue curioso, pero en ese
preciso instante sintió un inexplicable y embriagador placer. Y entonces
comprendió que no había tenido mala vida ni mala muerte tampoco. Las
innumerables Señoras Richardson, tan arrebatadoramente bellas como asesinas
implacables, le hicieron comprender mejor que a nadie que la muerte y el
deleite aparecen demasiadas veces tan fundidos y compenetrados que parecieran
dos amantes vírgenes y sangrientos amándose sin mesura hasta el amanecer.
Cercedilla, 2 de Enero de 2006