Don Nadie no era en puridad
Don Nadie. En realidad era Don Alguien lo que ocurre es que nunca nadie le
había preguntado. Por que lo cierto es que el aspecto que tenía era justo el
que tendría alguien llamado Nadie, y por dicho motivo nadie nunca tendría el
menor interés en saber quién podría haber detrás de alguien con una apariencia
tan común como él.
No obstante una vez sí que le preguntaron. Y de una manera muy
formal. Recibió nada menos que una diligencia en su casa, seguida de un informe
muy complejo, tras el cual llegó una citación. La citación era en un día de
diario, como todas las citaciones, y a horas de oficina, en este caso de una
oficina del centro de la ciudad, como casi todas las oficinas. Don Nadie se
presentó allí a la hora establecida, y entregó la citación a un bedel. Éste
entonces le dió un número, el 38, y le envió a la sala de espera. Había varias
personas, todas mirando a una pantalla en la que aparecía un numero en rojo y
una letra. De vez en cuando sonaba un timbre y un nuevo número y una letra
hacían levantarse a alguien. Había una maceta muy grande en el centro de la
sala y que todo el mundo tenía que bordear cuando su número aparecía en
pantalla. La maceta contenía una planta que parecía de origen tropical. Todo
estaba enmoquetado, y las paredes eran verdes y brillantes. También había un
cartel que prohibía fumar.
Entonces sonó de nuevo el timbre y en la pantalla apareció el
38-B. Don Nadie se levantó y se desplazó obediente a la mesa B. Allí había una
cabeza inmóvil, con un cabello largo y negro que descendía con suavidad por sus
lados y por delante, y se depositaba sobre un documento azul y blanco, como
casi todos los documentos.
-
¿Nombre?
– dijo la cabeza.
-
38.
La cabeza se movió levemente, lo más seguro para ver el número
depositado sobre la mesa.
- Le he preguntado por su
nombre, no por su número.
- Ya lo sé, y 38 me vale como
nombre. No obstante puede usted
llamarme Nadie.
La cabeza se irguió y miró a Don Nadie. Éste también miro a la
cabeza, que ahora se había convertido en una cara, con unos ojos marrones y
brillantes, y una nariz redodeada. La boca, grande, estaba flácida, como en
espera.
-
¿Me
está usted tomando el pelo?
-
¿Por
qué me dice eso? A nadie se le deja de tomar en serio cuando dice su nombre, y
menos a mí, que me llamo Nadie.
-
Nunca
he conocido a nadie llamado Nadie. Que yo sepa no aparece en el santoral.
-
No me
sorprenda. Un 98 por ciento de los nombres españoles pertenecen al santoral
cristiano. No obstante, el dos por ciento restante corresponde a nombres de
orígenes diferentes, y no por ello dejan de ser admisibles.
-
¿Es
usted musulmán?
-
Es
posible, pero no muy probable, la verdad.
Hubo un
intervalo de silencio. Lo más probable es que, durante ese intervalo, la
funcionaria pensase que Don Nadie era un desquiciado recién escapado de un
centro especial para desquiciados. Pero dado que su atendido poseía un aspecto
del todo normal (no por casualidad era nada menos que Don Nadie) también podría
haber pensado que no era más que un gracioso dispuesto a divertirse a su costa.
O quizá pensase que Don Nadie pretendía llamar su atención con el objetivo de
conquistarla (caso que le debería ocurrir con frecuencia dado que tenía unos
bonitos ojos marrones). Pero también era posible que hubiera pensado que se
trataba de un programa de cámara oculta (y a ello se debía que mirase por
encima del hombro de Don Nadie y que escrutase a su alrededor). Sea una cosa o
la otra lo que sí es seguro es que no estaba dispuesta a perder el tiempo y que
lo único que quería era rellenar el impreso lo antes posible. Por ese motivo,
aunque con cierta sorna, continuó el interrogatorio.
-
Vamos
a ver, lo de Nadie ¿es nombre o apellido?
-
Nombre,
claro, es lo que usted me ha preguntado.
-
Bien…
¿y los apellidos?
-
Ibáñez
y González, por supuesto. O González e Ibáñez, si lo prefiere.
-
¿En
qué quedamos?
-
¿Es
que tampoco le satisfacen mis apellidos?. Pues sepa usted que en España existen
casi ciento cincuentamil personas que tienen por apellido Ibáñez, y también hay
otros tantos González. No me diga que no conoce ninguno de ellos, por favor.
Era
indudable que a ella le estaba empezando a molestar la actitud (que en realidad
no era una actitud sino una reacción mecánica) de su administrado ya que
comenzó a mover con nerviosismo su bolígrafo y a apuntar sobre el impreso su
nombre, eso sí, sin ninguna fe.
-
Lugar
de residencia…
-
Madrid,
lo más probable.
-
Madrid,
entonces.
-
Ponga
eso si quiere jugar al mejor número.
-
¿No
podría ser un poquito más serio?
-
¡Pero
si le he dicho Madrid!. Madrid es una ciudad de más de tres millones de
habitantes, es mucho más probable que yo sea de Madrid que de, por ejemplo,
Rivas-Vaciamadrid, ¿no cree?.
De nuevo
era indudable que la funcionaria, que con mucha probabilidad sería también de
Madrid, se sentía bastante incómoda entrevistando a Don Nadie, a pesar de ser
una persona tan normal como él. No obstante había gente esperando en la salita,
muchos de ellos con cara de tener prisa, y a ella en realidad le importaba poco
más que un pimiento lo que contuviera el cuestionario. Bajo esa filosofía,
decidió continuar.
-
¿Edad?
-
Mediana.
-
¿Estatura?
-
Media.
-
¿No
podría darme una cifra?
-
Nunca
me he encontrado ni muy alto ni muy bajo, por lo que nunca he visto la
necesidad de medirme.
-
Usted
es un caso curioso.
-
Perdone
señorita, pero si usted me considera un caso curioso entonces el caso realmente
curioso es usted.
A la
chica se le cayó el bolígrafo de la mano, aunque lo recogió enseguida. No lo
agarró bien, no obstante, porque se le volvió a caer y ya renunció a
recuperarlo. Fue un error, puesto que debido a una ligera pendiente de la mesa,
el bolígrafo comenzó a deslizarse hacia el suelo, y se hubiera caído si no lo
hubiera recuperado Don Nadie al vuelo. Éste se lo devolvió al segundo, tal como
hubiera hecho cualquier persona, y Don Nadie era más cualquier persona que cualquier persona. A pesar de ello, un cierto
nerviosismo comenzó a notarse en la voz de la chica.
-
Por favor, dígame su estado civil.
-
Casado
y con dos hijos.
-
¿Seguro?
-
Casi,
ya le he dicho que tengo edad mediana.
-
¿Su
profesión?
-
Lo
más probable es que sea funcionario.
-
¿Títulos
universitarios?
-
Si
tengo alguno, sería Derecho, claro está.
-
¿Es
que usted sabe algo de Derecho?
-
¿Eso
también está en el cuestionario?
-
Mire,
yo sí soy funcionaria y además he estudiado Derecho, y ahora mismo me están
pagando por entrevistarle a usted. Es evidente que nada de lo que me está
diciendo es cierto, pero no me importa. Sólo le digo que sus respuestas las voy
a escribir aquí tal cual, y responsabilidad suya será después acarrear con las
consecuencias. ¿Lo entiende?. Y no me mire usted con esa cara porque llamo a
seguridad.
La cara con
la que Don Nadie miraba a su entrevistadora era de sorpresa pero también de
burla. Le resultaba imposible entender como ella podía pensar que no fuesen
ciertas sus respuestas, cuando eran las más frecuentes, las más normales y las
más estándar que se podían dar a aquellas preguntas. Y ni mucho menos entendía
que sólo por ello pudiera avisar a seguridad. Si al menos hubiera utilizado
algún nombre histórico como Cristóbal Colón, navegante y descubridor, o quizá
un personaje de novela que sonase en cierta forma cómico o inverosímil, tal
como sería Josef Van Helsing, metafísico y profanador de tumbas, sí al menos
habría encontrado la reacción de ella como natural. Pero, ¿cómo se podía dudar
de la persona que se presenta como modelo de ciudadano, que es el retrato-robot
del consumidor medio, el perfil típico de votante, el mismo centro de la
campana de Gauss?. Ahora era Don Nadie el que estaba ofendido, y con ese
sentimiento, hizo ademán de irse.
-
¿A
dónde va? – dijo la chica un tanto alarmada.
-
A
estas horas, lo más probable es que me vaya a comer.
-
No he
terminado aún el cuestionario.
-
No
importa, entreviste a todos los que están ahí esperando, saque una media de
todas las contestaciones, y el resultado se ajustará a mí perfectamente.
-
Pero…
- los ojos de la chica brillaron de súbito con cierta idea genial – no es normal que el entrevistado se levante en
mitad de la entrevista…
Don Nadie,
que ya se había levantado de la silla, volvió a sentarse como un resorte. En un
segundo, la expresión de su cara retornó a su impasible posición inicial.
Satisfecha de su éxito, la chica sonrió con complacencia y se entretuvo
recolocando los papeles de la mesa antes de continuar.
-
No me
lo diga, usted vive en la Calle del Pez, número siete, ¿no?
Él asintió.
Ella lo había adivinado. Menos mal. Sin embargo, no lo anotó, y ello le produjo
cierta alarma.
-
Además,
sus padres se llaman Fulano y Mengana.
De nuevo había adelantado la
respuesta que él habría de dar.
-
Usted
trabaja de 9 a 2 y de 3 a 6, salvo en verano, cuando tiene aquello que llaman
horario intensivo. Tiene el piso comprado con una hipoteca, de la cual le
quedan alrededor de diez años por pagar. Sus aficiones no van más allá de
comprar el Marca todos los días y ver el telediario de la primera cadena a las
nueve, comprar en las rebajas de septiembre y de enero, y la cena de Navidad
con los compañeros de trabajo. El amor una vez a la semana como mucho y una
canita al aire de vez en cuando. El coche no sé muy bien si será un Seat Ibiza
o un Renault Clio, pero seguro que ya tiene que pensar en cambiarle el aceite,
eso si no se le agujerea el tubo de escape antes. Y en cuanto a todo lo demás…
Don Nadie
la miraba asustado. Ya no era necesaria su intervención, su personalidad
completa, su razón de ser hasta lo más básico imaginable, había sido atrapada
de súbito por aquella funcionaria. Era como si estuviera dejando de existir poco a poco, como si se
estuviera muriendo. Su vista se fijó en sus ojos marrones, ahora humedecidos, y
comprobó que también algo había cambiado dentro de ella.
Porque ella
sentía miedo. Estaba sorprendida de su propia elocuencia, de la facilidad con
la que estaba zurziendo la verdad completa sobre Don Nadie. Y la expresión
desvalida de él, que le confirmaba que todo lo que decía era cierto, le
producía un terror ignoto. Era como si ya lo hubiera leído en alguna parte. Una
especie de calambre la hizo agitarse en su asiento.
-
…y su
número de DNI es el cero, cero…, cero…
El mismo
calambre pareció afectar a Don Nadie. Como si hubiera visto un fantasma, se
levantó de su asiento y se encaminó hacia la salida. Mientras ella lo observaba
marcharse, una idea del todo absurda se cruzó por su mente. Un segundo después
estaba sentada frente a su terminal y conectada a la base de datos del
Ministerio. Tecleó el número de DNI: cero, cero, cero, ocho veces cero. Y allí
apareció. Don Nadie Ibáñez González,
residente en Madrid, Calle del Pez, 7, hijo de Fulano y Mengana, funcionario. Y
allí estaba su fotografía, un retrato creado por ordenador para el modelo del
nuevo Documento Nacional de Identidad. Y la misma cara que la del individuo que
acababa de entrevistar. Un ser ideal creado como ejemplo para un formulario. Y
sin embargo ella le había visto, justo unos instantes antes, al otro lado de la
mesa. Sintió un escalofrío helado recorrerle el cuerpo. No, no es posible que esa persona exista en la realidad.
Un
compañero de trabajo se acercó a ella y la preguntó si le ocurría algo, ya que
se había quedado pálida. Sin embargo ella no contestó, se levantó con prisas de
la silla y salió disparada hacia la salida. El bedel se le cruzó justo en la
puerta y ella, con un precipitado movimiento, le esquivó. Bajó corriendo las escaleras.
Mientras descendía iba mirando por el hueco de las escaleras y entonces vió que
Don Nadie bajaba a la misma velocidad dos pisos más abajo. Aceleró el paso.
Llegó a la planta baja y escrutó a su alrededor. Creyó verle de espaldas y se
le acercó por detrás, le puso la mano en el hombro y éste se volvió. Pero no
era él. Una gota de sudor se le deslizó por la mejilla. Sin saber qué hacer, se
dirigió al vestíbulo y corrió hacia el portero. “Andrés, ¿has visto salir a un
hombre hace un instante?”. “He visto salir a mucha gente, ¿qué cara tenía?”.
“Pues… no lo sé, no te sé decir…”. De repente se interrumpió, porque, ahora sí,
le había visto a través de las puertas acristaladas del Ministerio. Caminaba
con prisa al otro lado de la acera. Sin saber en realidad la razón, la chica
salió del edificio, cruzó la calle y se lanzó en su busca, como si en ello le
fuese la vida. Él iba unos cincuenta metros por delante, caminando con paso
firme. Ella, procurando no perderle de vista, corría tras él, haciéndose paso a
duras penas entre la muchedumbre. Quería alcanzarle antes de que llegase a la
aglomeración de la avenida.
De repente
notó un dolor agudo en su vientre. Miró hacia abajo. Se había golpeado contra
la cartera de alguien. “Perdón” le dijo él. Ella levantó la vista y trató de
localizar de nuevo a Don Nadie. Pero ya no pudo verle. Sabía que estaba a sólo
unos metros por delante de ella, pero ya era indistinguible. Sabía que era
incapaz de reconocerle entre la masa, porque ahora era invisible. Sabía que lo
había perdido para siempre. A través de la neblina húmeda de sus lágrimas no
pudo ver más que una ingente multitud de Don Nadies.
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